El Monopolio de la Crianza

por Francisca Flores .

En la penumbra de la moral moderna se esconde una certeza incuestionada: la custodia monoparental es el destino natural de la infancia.

Se otorga por defecto, sin escrutinio ni cuestionamientos, como si la justicia tuviera el don de la clarividencia. Es una convención que se perpetúa con el peso de la costumbre, disfrazada de interés superior del niño, cuando en realidad es la inercia de un sistema que no se interroga a sí mismo. La sociedad no se atreve a dudar, porque hacerlo sería dinamitar el andamiaje de privilegios que sostiene la asimetría parental.

Quien detenta la tuición no solo administra el tiempo del hijo, sino también la voluntad del otro progenitor, reducido a un papel secundario: un visitante de agenda restringida, un dispensador de recursos y nada más. Se nos dice que esto es por el bien del niño, pero el bienestar infantil se convierte en un ariete para justificar la exclusión. La falacia de que solo un progenitor puede brindar estabilidad no resiste el menor análisis: los niños se adaptan a entornos diversos, comprenden reglas distintas según el contexto y, lo más importante, necesitan de ambos padres para forjar su identidad. Eliminar a uno bajo pretextos emocionales, sin evaluar sus capacidades reales, es un acto de mutilación afectiva. Pero es más fácil sostener la ficción de la crianza exclusiva que admitir que el modelo imperante es una construcción arbitraria, una dictadura doméstica que somete al progenitor no custodio a la voluntad unilateral del otro.

El discurso se reviste de argumentos afectivos, como si el amor del cuidador principal fuera un dogma irrefutable. Se apela a la idea de que el niño prefiere quedarse donde ha estado siempre, como si la costumbre fuera suficiente para condenarlo a una sola mitad de su historia. ¿Acaso la paternidad y la maternidad son contratos de servidumbre? Si uno es el amo del tiempo, el otro es el esclavo de la resignación. La sociedad observa en silencio porque le conviene más el statu quo que la incomodidad de preguntarse si la custodia es, en esencia, un abuso institucionalizado.

Quien cuestiona este modelo es señalado como insensible, egoísta, como si la única forma de amor fuese la abnegación absoluta de uno y el monopolio del otro. Pero el amor no es una prerrogativa jurídica ni una cuestión de conveniencia logística.

Se nos dice que la crianza compartida es confusa para el niño, como si la fragmentación no fuera ya su estado natural en un mundo donde crece entre múltiples relaciones, espacios y realidades. Se nos dice que la custodia única es necesaria porque el otro progenitor no ha estado lo suficiente presente, ignorando que muchas veces la ausencia ha sido impuesta, no elegida. Se nos dice que la estabilidad emocional es más importante que la equidad parental, como si estabilidad y amputación afectiva fueran compatibles.

La pregunta incómoda, aquella que el sistema evita a toda costa, es simple y demoledora: ¿se otorgaría la custodia de manera automática si no implicara poder y dinero? Si el progenitor custodio no recibiera pensión, si no tuviera el privilegio de decidir unilateralmente, si la tenencia no le otorgara una posición de superioridad ante la justicia, ¿seguiría habiendo la misma resistencia a la crianza compartida? La realidad es que el sistema no se sostiene sobre argumentos morales, sino sobre incentivos materiales. Allí donde hay control, hay interés. Allí donde hay dinero, hay lucha. Y en el fondo, el niño no es más que el botín de una guerra que nadie se atreve a nombrar como tal .

Pero hay algo más insidioso que la falacia de la crianza monoparental: la aceptación pasiva de que las cosas deben ser así. Se nos ha enseñado que el amor es sacrificio, pero solo para uno de los dos. Se nos ha enseñado que lo mejor para un hijo es lo que dictamina un juez en cinco minutos, sin evaluar su impacto a lo largo de toda una vida. Se nos ha enseñado que la justicia no se equivoca, cuando en realidad es solo el reflejo del poder de una sociedad que administra la paternidad y la maternidad como concesiones políticas.

¿Cuándo empezaremos a preguntarnos si este modelo no es otra forma de opresión disfrazada de protección? ¿Cuándo nos atreveremos a admitir que la custodia monoparental no es la única opción, sino simplemente la más conveniente para quienes se benefician de ella?

La verdadera tragedia de la custodia monoparental impuesta no es solo la exclusión de un progenitor, sino la normalización de un daño irreparable que la sociedad se niega a reconocer. No es un error aislado, sino una estructura diseñada para que algunos tengan el poder y otros la impotencia, para que unos reciban amparo y otros solo indiferencia.

Se ha convertido en un dogma intocable, en un tabú social donde el sufrimiento de los hijos separados forzosamente de un progenitor se reduce a una simple “circunstancia de la vida”, como si no fuera una herida que los acompañará siempre. El daño al progenitor no custodio es aún más cruel, porque es un dolor invisible, una condena sin delito, una pérdida impuesta por una maquinaria que ni siquiera se molesta en justificar su crueldad. Se les despoja de la posibilidad de criar, de influir, de estar, y cuando alzan la voz se les silencia con la burla o el desprecio judicial.

No hay tribunales que reparen el tiempo robado, ni justicia que devuelva los abrazos negados. No hay sistema que indemnice la fractura afectiva impuesta sin remordimientos. La impunidad es absoluta, porque quienes deciden, quienes legislan y quienes aplican las normas han convertido esta aberración en la norma, en un mecanismo de opresión que nadie se atreve a desafiar. El silencio social no es ingenuo, es deliberado.

La indiferencia no es casual, es estructural.

El sistema ha elegido mirar hacia otro lado, porque reconocer el daño significaría admitir la injusticia. Sería aceptar que, por décadas, hemos permitido que millones de niños crezcan con una parte de su identidad arrancada, que hemos legitimado el sufrimiento de padres condenados a la ausencia, que la manipulación emocional y el poder económico dictan el destino de la infancia. Y reconocerlo significaría cambiarlo, repartir el poder, admitir que el amor de un hijo no debe ser administrado como un privilegio, sino como un derecho. Pero el tiempo no se devuelve, la infancia no se repite, la vida no da segundas oportunidades para abrazar lo que fue arrebatado.

Y mientras sigamos justificando este modelo con inercias cómodas y falacias disfrazadas de protección, seguiremos siendo cómplices de un crimen silencioso, de una herida que nunca cierra, de una ausencia irreparable. Nada hay más perverso que la impunidad de quienes manipulan la verdad en su beneficio, sabiendo que el sistema está de su lado.

El progenitor custodio que tergiversa, exagera o miente lo hace con la certeza de que sus palabras serán tomadas como dogma. Ningún juez se detendrá a cuestionarlas. No hay consecuencias para quien mutila la relación de un hijo con su padre o madre no custodio. Y así, con el aval del sistema, el engaño se institucionaliza y la exclusión se legaliza. Pero aún más insidiosa es la impunidad de quienes, desde sus tribunales y oficinas, juegan con la vida de personas como si fueran piezas de un expediente más. Jueces que deciden en minutos sobre años de amor y convivencia. Psicólogos forenses que redactan informes sesgados sin conocer realmente a quienes evalúan. Asistentes sociales que reproducen prejuicios en lugar de analizar realidades. Todos ellos, engranajes de una maquinaria que destruye familias con la frialdad de un burócrata que jamás enfrentará las consecuencias de sus decisiones. Y la sociedad, esa cómplice pasiva, prefiere no mirar. Prefiere creer que la justicia actúa con sabiduría, que el sufrimiento de quienes han sido separados de sus hijos es un daño colateral y no una atrocidad deliberada.

Y así, la impunidad persiste, los daños jamás se reparan, los años separados nunca se recuperan y se sigue aceptando una forma de violencia invisible, pero existente y muy real, que además causa daños de por vida a quienes solo fueron víctimas, nuevamente, de la indiferencia deliberada del sistema y la sociedad.

Fundacion Crianza Compartida Chile ®️

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