Un parricidio. Una familia. El perdón: «los cuerpos estaban listos para ser retirados. Y ahí les dije que no. Que no podía separar a los niños de su madre ( … ) los niños adoraban a su mamá y no me sentí capaz de hacerlo».

por ARTURO GALARCE ( Revista Sábado )

Francisco Carvajal es el padre de Alonso, Eduardo y Francisca, los tres niños asesinados por su madre, Begoña Lauga, en agosto de 2023, en Las Condes. Después de acabar con la vida de sus hijos, ella se suicidó. Francisco fue quien encontró la escena y quien, tras atravesar el proceso más devastador de su vida, habla por primera vez sobre lo ocurrido. Lo hace, dice, para visibilizar la salud mental y narrar cómo ha intentado mantenerse en pie sin dejarse arrastrar por el juicio hacia quien fue su pareja.

La tragedia se difundió con velocidad brutal la noche del 30 de agosto del 2023: tres niños habían sido asesinados por su madre en un departamento de Las Condes. Un triple parricidio, decían las portadas, y los matinales improvisaban explicaciones en torno al nombre de la mujer: Begoña Lauga Blanco, ingeniera comercial, 47 años. Y el del padre: Francisco Carvajal, fotógrafo, exfuncionario de la FACh, 48 años, quien había encontrado la escena al regresar a casa. La historia era desgarradora. Begoña había acabado con la vida de sus tres hijos: Alonso, de 14 años, diagnosticado con síndrome de Down; Eduardo, de 12; y Francisca, de 11, para luego quitarse la vida con la misma arma cortopunzante. Vivían en Manquehue Sur, en un barrio tranquilo, en un departamento sin antecedentes de violencia, sin denuncias previas, sin alarmas encendidas.

La primera voz vino de una conserje, quien relató a los medios: “Se veía un matrimonio normal, el sábado los niñitos salían a jugar. Cuando llegó (Francisco) iba contento, como todos los días, ‘hola, hola’. Y después, cuando bajó, iba mal poh, con una cara de que no sabía lo que había pasado”. El impacto fue inmediato, dice Francisco, pero el cuerpo aguantó más de lo que parecía posible. No recuerda con nitidez cada paso. Recuerda fragmentos. Gente entrando y preguntando. Policías. Médicos. El ruido afuera. El silencio adentro. Y luego, el traslado hasta la casa de un tío, donde después de toda una noche sin dormir pudo hacerlo medicado, acompañado por su madre,que viajó desde Vicuña.

Hoy es viernes. Es abril. Francisco viste una polera blanca y usa lentes. Es la primera vez que habla públicamente de lo ocurrido hace menos de dos años. Lo hace, dice, para poner sobre la mesa la salud mental y narrar cómo ha logrado mantenerse en pie. No busca culpables. Solo quiere contar su historia desde el lugar en que quedó: el de un padre que, en medio del shock, tuvo que empezar a entender lo que había pasado, responder preguntas imposibles y encontrar una forma de seguir.

“Era una pena que estaba ahí siempre y se fue profundizando. Y llega un momento en que uno también empieza a bajar los brazos. No porque no quieras ayudar, sino porque no sabes cómo más hacerlo”.

Antes de la fotografía, antes de Las Condes, antes de los hijos, Francisco Carvajal tuvo una vida entera en la Fuerza Aérea. Se formó allí, donde pasó casi tres décadas trabajando como ingeniero en administración en el área de recursos humanos. En 2021, y con ganas de hacer lo que siempre quiso, se retiró de la institución para convertirse en fotógrafo de eventos y matrimonios. Durante su carrera, cuenta, fue destinado a distintas ciudades del país. Pero fue en Puerto Montt donde conoció a Begoña, que luego de terminar sus estudios en Valparaíso había regresado a vivir con sus padres, que trabajaban en la zona. En esa ciudad se cruzaron, conversaron, se gustaron. —A mí me enamoró altiro su forma de ser —recuerda Francisco—. Muy conversadora, muy distinta a mí. Los papás la criaron con este ímpetu de seguir adelante. Era súper culta. Muy buena lectora, conocía mucho de historia. Tal vez a ella le gustó de mí mi sentido artístico. El papá de ella había estado en la Marina, entonces conocía ese mundo. Le gustaba también la parte militar y conocía mucho de eso.

Los hijos llegaron como parte de un plan. El primero, Alonso, nació prematuro. Y fue un golpe.

—Siempre nos dijeron que todo estaba bien, que no había nada. Solo un parámetro que era confuso, que no se sabía bien. Algo había, pero siempre estuvo dentro de la norma, aunque pegado al margen. Ya como a los siete meses de embarazo, el feto empezó a mostrar un problema de oxigenación que no tenía relación con el Síndrome de Down. La internaron, le pusieron medicamentos para apurar el parto, y al día siguiente nació. Una semana después llegó el examen certero, pero uno veía a Alonso y se notaba. Uno, como papá, sin tener ningún antecedente clínico, lo notaba. Dos años después, nació Eduardo. Y luego, Francisca. Su nacimiento, cuenta Francisco, fue una decisión pensada, para darle a Alonso una red de apoyo para el futuro. En la casa, recuerda, la dinámica era la de cualquier familia con niños pequeños: peleas, juegos, risas. A medida que crecían, Eduardo y Francisca empezaban a tener sus propios mundos, mientras Alonso seguía otro ritmo, con sus propias necesidades, pero feliz, dice su padre, especialmente cuando se acercaban las vacaciones y pasaba varios días con su abuela paterna en Vicuña.

—Nunca tuvimos grandes problemas —dice Francisco—. Era una casa normal. Donde había cariño.

Pero mientras todo eso ocurría, había algo más: la depresión de Begoña, que si bien no interrumpía el ritmo familiar, tampoco se iba, incrementándose con el paso de los años, en cada cambio de ciudad y de casa hasta llegar a Las Condes.

—La Bego estaba con una depresión hace muchos años —recuerda Francisco—. Muchos. En un principio se trataba, se cuidaba con medicamentos, con todo. Yo estimo que era más bien una depresión endógena, aunque una depresión así también se ve afectada por el ambiente. Luego vino lo de La Polar. Ella estaba en cargos importantes. Pero cuando pasó todo lo que se sabe del caso, vendieron la empresa, llegó gente nueva y fueron cortando. Los grandes se fueron solos, algunos se fueron presos, pero los mandos medios empezaron a salir. Para ella fue fuerte salir por algo en lo que no estaba involucrada. Y de ahí le costó mucho repuntar. Porque además venía con el estigma. Eso la afectó mucho. Mucho más de lo que tal vez afectaría a otra persona.

—¿Ella recibía tratamiento para su depresión?

—Ella tenía una psiquiatra que era carísima, que después llegó un momento en que ya no la podíamos pagar porque era muy cara y las sesiones, muy seguidas. Los remedios nunca le faltaron, siempre estuvieron ahí. Yo le decía: anda a los psiquiatras de la Fuerza Aérea, que eran a los que teníamos acceso, donde se pagaba muy poquito. Pero tampoco quiso. Mi psicóloga me ha explicado que llega un momento en que las personas empiezan a encerrarse en sí mismas. Y que independiente de lo que uno haga o no haga, no es suficiente. Yo le insistí tantas veces. Pero no quería. Y es súper complejo para uno porque no es como un niño, que uno lo puede llevar nomás cuando está enfermo y listo. Había como una renuncia a cualquier ayuda.

—¿Ella hablaba de lo que sentía o era algo que vivía en silencio?

—Sí, lo hablábamos. Pero cada vez menos. Era una pena que estaba ahí siempre. No eran crisis de llanto o de enojo. No era una tristeza que venía e iba. Era algo constante. Una tristeza permanente que se fue profundizando. Y llega un momento en que uno también empieza a bajar los brazos. No porque no quieras ayudar, sino porque no sabes cómo más hacerlo.

—¿Y eso cómo te afectaba a ti, en lo cotidiano?

—Es difícil estar con una persona que se está deteriorando y no quiere hacer mucho por cambiarlo. Yo no la culpo, nunca la culpo. Pero uno también se va agotando. Y se cansa. Hay cosas que no sabes cómo manejar. Después, cuando todo pasó, uno se empieza a preguntar: ¿qué me faltó por hacer? ¿Por qué no tuve más energía? ¿Por qué no actué diferente? No sé si es culpa la palabra, no sé si es responsabilidad. Pero el cuestionamiento es gigantesco. Te cambia la vida de pleno.

—Previo a los hechos, ¿cómo era la vida de pareja entre ustedes?

—No muy distinta de como ya venía, que era una relación que estaba un poco quebrada. Como pareja ya no había mucho más contacto, salvo por los niños. Pero la verdad me pilló de sorpresa. Una psiquiatra me explicó que cuando una persona realmente quiere suicidarse, no va a dejar ninguna pista. No quiere que le arruines su plan. Cuando ya tomó la decisión, cuando está cien por ciento segura, no te va a decir nada.

La noche del 30 de agosto, Francisco Carvajal no volvió directo a casa. Después de salir de la oficina de su estudio fotográfico, se juntó con un amigo, a conversar, como hacía de ciertas veces cuando necesitaba desahogarse. “Él era mi paño de lágrimas”, dirá después. No fue un carrete, agrega, ni una salida improvisada. Estuvieron primero en un café. Luego, cuando se hizo tarde, se cambiaron de lugar. Hablaron largo.

—Nos juntábamos a conversar. Después me iba a la casa. Pero ese día particularmente fue más tarde. Llegué como a la una, creo. No me acuerdo bien.

Al llegar, encontró la escena. No la describe. No necesita hacerlo. Durante meses, las imágenes lo han perseguido. Aparecen sin aviso, con todos sus detalles, en mitad de cualquier cosa. Esa misma noche, recuerda Francisco, su celular fue requisado por la policía, al igual que el de Begoña. Días después, se enteró de que ella le habría enviado un mensaje por WhatsApp que nunca recibió. El internet de la casa estaba cortado, dice Francisco, y el teléfono de Begoña, conectado a la red de wifi. Hasta hoy, Francisco no ha querido recuperar el celular ni leer la carta de Begoña encontrada por la policía.

—Estoy tratando recién de manejar estas culpas, estos sentimientos —dice Francisco—, como para más encima encontrarme con una carta que me diga cosas sobre las que ya no puedo hacer nada. Por sanidad mental, y por recomendación de mi psicóloga y de mi psiquiatra, decidí no saber qué pasó antes. La carta no la he querido leer. Te insisto, es por un tema de sanidad mental. ¿Qué saco con saber ahora que a lo mejor tuve diez minutos para hacer algo? O encontrarme con una carta que me diga un montón de cosas sobre las cuales ya no puedo hacer nada. Quizás esa es la parte más terrible de este sentimiento culposo: darte cuenta de que hagas lo que hagas, pienses lo que pienses, llores lo que llores, ya no puedes hacer nada.

—¿Esa noche pudiste dormir?

——No. Dormí al día siguiente. En una casa prestada. No podía volver a la mía. Mi mamá y un tío buscaron un lugar. Cuando llegamos, me preguntaron qué iba a pasar con la Bego, si mantenía la idea de que la familia de ella se hiciera cargo del cuerpo y que el funeral de los niños fuera con nosotros. Yo dije que sí. En ese momento no me daba el alma para otra cosa. Después dormí. Ycuando desperté, mi mamá me dijo que había que tomar decisiones, porque los cuerpos estaban listos para ser retirados. Y ahí les dije que no. Que no podía separar a los niños de su madre. Independiente de lo que haya pasado y lo que haya hecho la Bego, los niños adoraban a su mamá y no me sentí capaz de hacerlo. No me dio el alma.

—¿Por qué cambiaste de opinión?

—Fue algo visceral. Sentí que no podía hacerlo. Que no correspondía. De a poco, con el paso de los días, empecé a darme cuenta de que, bajo mi prisma y mi punto de vista, había sido una buena decisión. Fue cuando también comencé a intentar ponerme en los zapatos de la Bego. Tal vez para algunos puede parecer muy pronto, pero en un mundo donde ella no veía nada, donde no sentía compañía, donde no veía solución a nada, ese fue su camino. No lo justifico, pero fue su camino. Y algo que también mucha gente me ha dicho es: “Sí, pero ella podría haber tomado otra decisión, haberse ido sola, no con los niños”. Yo les digo: “Eso lo piensas tú con tu mente sana. Yo no puedo pensar desde una mente enferma. No te podría decir lo que haría alguien en ese estado”. También muchos me han preguntado si la perdoné. Pero es que ni siquiera puedo culparla. No tengo esa rabia. Cada vez que trato de ponerme en su lugar, veo una pena muy grande. Una desolación demasiado grande. Y eso me cuesta sentirlo como odio. No puedo.

—¿Cómo fueron esos primeros días después del funeral, cuando todo el ruido se fue apagando?

—Tuve muchas crisis. Muchas. De esas en que uno se tiene que tirar a la cama, llorar, llorar, llorar, hasta que se acaba la energía. No hay otra forma. El cuerpo, en algún momento, colapsa. Pero me acuerdo de que una vez me levanté, fui al baño, y sin pensarlo me miré al espejo. Pero no como uno se mira para peinarse. Me miré a los ojos. Directamente. Y me pregunté: si los niños pudieran verme ahora, ¿así me querrían ver? Destrozado, rendido. No llegué a una conclusión en ese momento. Pero claramente pensé: no quiero que me vean así. Con pena, sí. Pero no así.

—¿Ese momento cambió algo?

—Fue como un primer remezón. Después vi unos videos de Mariana Derderián. Ella hablaba de seguir adelante después de la muerte de su hija, decía que ella merecía ver a una mamá que también pudiera ser feliz. Yo no tengo hijos ahora. Se fueron todos. Pero pensé en la gente que me quiere, que está cerca. Mi mamá, mis amigos. Y me di cuenta de que ellos tampoco me quieren ver destruido.

—¿Sientes que después de pasar por algo así se puede volver a construir algo parecido a una vida?

—Yo creo que sí se puede salir, en la medida que uno tenga un poquito de ganas de decir: no quiero vivir así. Yo quiero recordar a los niños, honrarlos de una forma diferente. Para mí hoy día decir “soy feliz” es algo que me cuesta. Pero incluso cuando tenía problemas con la Bego, yo seguía considerando que era una persona feliz. Que estaba viviendo un mal momento, como cualquier familia. Hoy trato de honrar la memoria de mis hijos. Decir: mientras estuvieron, fueron felices. Fueron niños. La Bego tampoco era una mala madre. Hizo más cosas como mamá de las que yo podría haber hecho como papá. O tal vez estoy siendo muy estricto conmigo, pero me cuesta verlo de otra forma. Ella era una persona terrenal, como cualquiera de nosotros. Si hizo lo que hizo fue por un grado tal de desesperación y por sentir un vacío tan profundo en su vida, que la llevó a tomar esa decisión. Lo digo también como una forma de contrarrestar el morbo que imagino se ha instalado sobre ella.

—¿Alguna vez imaginaste cómo habría sido todo si Begoña hubiese sobrevivido?

—Sí, a veces me lo pregunto. Digo, ¿qué habría pasado si la Bego no se hubiera ido? Tal vez estaría en un proceso judicial, tal vez internada, no sé si presa, tal vez en una clínica. Y capaz que yo la estaría yendo a ver. Es una cuestión… no me quiero creer ni el Dalai Lama, pero es lo que me nace, a pesar de que tengo más culpas que certezas respecto a todo esto.

—¿Cómo ha sido desde entonces tu relación con los recuerdos?

—Difícil. Tengo algunos juguetes de los niños, los tengo donde trabajo. Las cartas del Día del Padre también. Están ahí. Pero las fotos, eso todavía me cuesta. A veces Google me tira recuerdos en el teléfono y todo se remueve. Sentarme a ver una foto todavía duele. No puedo hacerlo. Ir al supermercado todavía es un tema. Ver los dulces que les gustaban a los niños, los chocolates que le gustaban a la Bego. Son detalles, pero se sienten gigantes.

—¿Crees que hay algo que como sociedad podríamos aprender de todo esto?

—Tal vez que la salud mental es un tema real. Como cuando uno se quiebra un hueso y tiene que ir al médico. No es que la persona no tenga ganas. Es mucho más profundo. Tal vez falta más educación, desde la infancia, para entenderlo y para acompañar a alguien que está pasando por eso.

—¿Por qué decidiste contar esta historia?

—No pretendo ser ejemplo de nada, pero creo que algo de bondad tiene que surgir de esto. A mí me ha ayudado. Ponerme un poco en los zapatos de la Bego me ha permitido enfrentar esto más con compasión que con rabia.

Reportaje original de Revista Sábado de El Mercurio correspondiente al día 19 de Abril de 2025 .

Un comentario de “Un parricidio. Una familia. El perdón: «los cuerpos estaban listos para ser retirados. Y ahí les dije que no. Que no podía separar a los niños de su madre ( … ) los niños adoraban a su mamá y no me sentí capaz de hacerlo».

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